martes, 9 de septiembre de 2008

Riesgos, por Alejandro Llano

Este artículo del Dr. Llano, sorprendente por su claridad como todos los suyos, lo podéis ver en Gaceta. Me gusta mucho como se expresa este hombre por su sencilles y por la claridad conceptual con que aborda los problemas. Leí un libro suyo, cuyo nombre no recuerdo, que me pareció estupendo. A ver si hago una recensión.El artículo de marras habla del riesgo, de la sociedad del riesgo en que todos asumimos que las cosas pueden pasar: un accidente de avión... Pero, en el fondo, ese riesgo denota que nos estamos apartando del fin último del ser humano y, por ende, de la felicidad.



Un consumismo desbordado deja residuos por todas partes y fomenta la obesidad. El difundid hedonismo pansexualista es un cauce para pandemias que ya se han hecho presentes. Mientras que el egoísmo de las sociedades satisfechas, a través de sus abusivos aranceles comerciales, impone la muerte en flor de millones de niños desposeídos

“Todo es política”. Tal es el lema que se encuentra en la base de la actitud totalitaria. En lugar de considerar la política como un aspecto derivado y adjetivo de la vida, se la intenta situar en la entraña misma de la sociedad, como si de ella hubieran de proceder todas las decisiones y regulaciones de alcance público. Cuando lo cierto es que la política no constituye hoy precisamente la instancia más dinámica de las actividades comunes. Las burocracias públicas, regidas por quienes dominan en cada caso los aparatos políticos, no constituyen un ejemplo de dinamismo, competencia y capacidad de innovación. La comprobación repetida de esta realidad es una de las causas de la decadencia del socialismo en casi todos los países avanzados.

Donde, por inercia mental y por debilidad de posibles alternativas, los ciudadanos han de seguir padeciendo planteamientos con querencias totalitarias, la organización social tiende a acusar graves deficiencias. Los servicios públicos funcionan mal. Las infraestructuras tardan en actualizarse. Las catástrofes naturales pillan desprevenidos a los responsables. Y, sobre todo, nunca se reconocen los fallos y la actitud de rectificar parece estar prohibida. Hay mucho malestar en un Estado de Bienestar sobrecargado de exigencias e incapaz de gestionar la creciente complejidad.

El horizonte que se dibuja en un inmediato futuro es el de la sociedad del riesgo.

Si, convencidos de la ineficacia del aparato estatal, nos echamos en brazos del mercado, es decir, del otro gran componente de la tecnoestructura, tampoco encontraremos soluciones estables y satisfactorias.

Desde luego, la privatización de las empresas públicas no constituye el ungüento amarillo que todo lo cura. Las inversiones se escatiman, el personal disminuye, el beneficio a corto plazo representa el valor dominante. Las directrices de las actuales corporaciones —flexibles y globalizadas— no tienen a la vista el bien común como objetivo preferencial.

Desde Lord Acton, por lo menos, sabemos que el poder corrompe. Pero, desde hace algunos años, también hemos aprendido que el dinero como valor inapelable corrompe en no menor medida. Así es que de la combinación e intercambio de estos dos medios simbólicos circulantes —poder y dinero— no va a surgir, de manera puramente funcional y automática, la sociedad en la que se está bien, en la que es posible la vida lograda, en la que el temor y la inquietud no son sentimientos generalizados.

Es preciso recurrir a otro medio simbólico que, más recientemente, hemos comenzado a redescubrir: la solidaridad. Si acudiéramos a él con mayor convicción (y no sólo de palabra), saldríamos de la atmósfera enrarecida de los sistemas cerrados, y nos abriríamos a los juegos de suma superior a cero propios del mundo vital, es decir, de la fuente originaria de sentido, propia de las relaciones interpersonales y de las iniciativas libres. La responsabilidad cívica y la cultura ciudadana —actitudes que ni el Estado ni el mercado pueden enseñar ni transmitir— constituyen la salvaguarda contra esos peligros psicológicamente interiorizados, imprevisibles, no sometidos a seguros ni contraseguros, que componen hoy el panorama de esa sociedad del riesgo estudiada por Ulrich Beck y otros sociólogos de vanguardia.

Que el presidente Zapatero dijera recientemente que va a dedicar el resto de la legislatura al calentamiento global es una ocurrencia que les parece una burla a los miles de personas que sufren todos los días retrasos de trenes, apagones eléctricos, pérdida de maletas en los aeropuertos, contaminación de las costas, aumento de los accidentes de carretera… Y, francamente, el personal no ha acabado de creerse que algunas empresas hayan subido el límite de la temperatura de sus sistemas de aire acondicionado, con vistas a detener la licuefacción del Polo Norte. Afortunadamente, y a pesar de todos los pronósticos meteorológicos, hemos tenido en muchas regiones un agosto gélido.

Las amenazas de la sociedad del riesgo apelan en último término a un profundo cambio del estilo ético. Schumacher apunta que la sobriedad es la virtud que hoy día más necesitamos. Un consumismo desbordado deja residuos por todas partes y fomenta la obesidad. El difundido hedonismo pansexualista es un cauce para pandemias que ya se han hecho presentes. Mientras que el egoísmo de las sociedades satisfechas, a través de sus abusivos aranceles comerciales, impone la muerte en flor de millones de niños desposeídos. Como sugiere Alain Touraine, celebrar una lujosa fiesta rodeados de miserables equivale a danzar sobre un barril de pólvora.

No hay peores riesgos que aquellos que uno mismo se procura. Y, a su vez, la necesaria prevención respecto a tan inquietantes peligros no se puede confiar a instancias anónimas entre cuyas metas no figura el cuidado de las personas. Cuidar a las personas: ésta es la cuestión.

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